Pasé todo el sábado durmiendo. Aun no lo puedo creer, despertaba, revisaba los correos, le daba una vuelta a los blogs y los ojos se me volvían a cerrar, así que me regresaba a la cama. En total debí haber dormido unas 24 horas, no se me hincharon los ojos que ya es ganancia. Es medio día del domingo y tengo todo el trabajo de la semana por hacer y un poquito de angustia. Ya dejé de escuchar radio mexicana por internet porque descubrí que me daba tristeza, me sentía como en prisión, como si conociera todo de lo que me estaban hablando, pero no lo pudiera ver ni tocar. Todas las horas estuve soñando con lugares que antes me eran cotidianos: Ermita Iztapalapa, Eje Central, Reforma, la Facultad de Filosofía y Letras, la casa de mis tíos y cuando me despertaba me sentía como un fantasma atrapado al norte, muy al norte de Toronto, así que de vuelta a la radio canadiense. Por lo menos estas calles si las puedo caminar cuando se me dé la gana.
El viernes pasado, antes de que me diera el síndrome de la bella durmiente, Brad S. y Paula, su esposa, me invitaron a salir. Fuimos a un bar donde tocaban bluegrass music. No se los dije a ellos, pero aquí puedo confesarlo abiertamente: esa música me da miedo. Así, nada más. Todo el bar aplaudía desbordado de entusiasmo y yo sentía que no había donde esconderme. Inevitablemente venia a mi mente la imagen de un anciano titere, en colores sepia, con un violin en una mano y un hacha ensangrentada en la otra. Sólo Freud sabe que recuerdos del subconsciente me despiertan esos acordes. Quizá en una de mis vidas pasadas el viejo oeste me hizo algo horrible, yo que sé…
Por fortuna, después del bar y de mis inexplicables temores fuimos a cenar. Mis guías de esa noche se decidieron por comida hindú. Es lo más parecido a comida mexicana que he probado desde que estoy aquí (creo que es mejor opción para mi nostalgia gastronomica que los restaurantes que se jactan de ser mexicanos, pero que tienen un tímido letrero que dice: Ya tenemos empanadas colombianas).
El viernes pasado, antes de que me diera el síndrome de la bella durmiente, Brad S. y Paula, su esposa, me invitaron a salir. Fuimos a un bar donde tocaban bluegrass music. No se los dije a ellos, pero aquí puedo confesarlo abiertamente: esa música me da miedo. Así, nada más. Todo el bar aplaudía desbordado de entusiasmo y yo sentía que no había donde esconderme. Inevitablemente venia a mi mente la imagen de un anciano titere, en colores sepia, con un violin en una mano y un hacha ensangrentada en la otra. Sólo Freud sabe que recuerdos del subconsciente me despiertan esos acordes. Quizá en una de mis vidas pasadas el viejo oeste me hizo algo horrible, yo que sé…
Por fortuna, después del bar y de mis inexplicables temores fuimos a cenar. Mis guías de esa noche se decidieron por comida hindú. Es lo más parecido a comida mexicana que he probado desde que estoy aquí (creo que es mejor opción para mi nostalgia gastronomica que los restaurantes que se jactan de ser mexicanos, pero que tienen un tímido letrero que dice: Ya tenemos empanadas colombianas).
Para rematar el fin-de-semana no puedo creer la poca discreción de la tecnología. Borré a Godzilla de mis contactos, lo bloqueé y aun así pudo comunicarse conmigo para decirme que skype le había avisado que para tener una conversación en línea conmigo necesita mi autorización, pero puede llamarme y dejar mensajes de voz porque él todavía no me elimina de su lista. Además, asegura, no tiene ni la menor idea de porque no quiero comunicarme con él, no puede creer mi “inaudita falta de ética”, confía en que ya se me pasara…ufa, que incómodo despertar después de casi un día completo de sueño profundo para encontrarme con palabras de monstruo que queman la memoria y no con besos de príncipe que cautericen los recuerdos. Ya terminare por derrotarte completamente un dia, Godzilla, a menos que te vuelvas aliado del anciano titere que toca bluegrass con hachas llenas de sangre. Mejor sera no darte ideas...