Tenía trece años, un pupitre en la escuela secundaria diurna Agustín Yánez y un cuaderno que escondía en la contraportada la foto de Michael J. Fox vestido como Marty McFly en Volver al Futuro. En casa me gustaba ver la lucha libre los domingos por la noche, esconderme en un rincón para escuchar música en mi grabadora y ver Robotech a las cuatro de la tarde de lunes a viernes. En la escuela me dedicaba a escribir poemas malos, a pasar recados de amor y a soñar.
El maestro de Español tenía una paciencia infinita, los ojos verdes, la piel morena y la cara delgadísima igual que el cuerpo. Su sonrisa era una línea muy fina, como un horizonte entre la nariz y la barbilla. No era guapo, y sin embargo, yo me enamoré de él gracias a un complot entre su voz y Pablo Neruda. Recuerdo el momento exacto. Yo estaba haciendo círculos en mi cuaderno, de esos que se convierten en caras y luego les salen patas, brazos y antenas. El tema de estudio para ese día era poesía. Pese a que a mí me gustaba pensar que creaba literatura, estaba apática… ni modo, la adolescencia y sus misterios. “Puedo escribir los versos más tristes esta noche” comenzó a recitar el profesor Mejía. En ese momento mis ojos se estamparon en su cara y no dejé de verlo ni ese día ni los siguientes meses del año escolar.
Con mi felicidad infinita recién estrenada, me dediqué a pregonar mi amor por el profesor entre mis amigas, ellas, con sus caras llenas de sonrisas cómplices, me seguían el juego y me ayudaban a imaginar que yo tenía diez años más y lo conocía en algún otro escenario, siempre la historia era emocionante y llena de romance. Cuando el profesor estaba cerca estallábamos en carcajadas y nos dedicábamos a murmurar. Por supuesto que se dio cuenta que la niña más bajita del Tercero “C” lo amaba como nunca había a amado a ningún otro. Bueno, quizá como a Michael J. Fox, un poquito, pero más real. El último día de clases le escribí una carta como de dos páginas en la que le explicaba que él era lo mejor que me había pasado en la vida (hoy me enternece el drama que le imprimía a las palabras nunca y vida a los trece, tenía tanto por aprender).
Para la fiesta de fin de cursos me puse un vestido rosa pálido y mi madrastra me saboteó el peinado. Así que no me veía como quería. Al final no me importó. Estuve bailando toda la noche con el chico más raro del grupo (si, ese de lentes de fondo de botella, el que dice chistes malos, con el pelo extraño) que además era uno de mis mejores amigos y muy divertido. Después de un vals al que le imprimimos pasos de polka el profesor Mejía me invitó a bailar algunas canciones. Ahora que lo pienso suena tonto, pero no se me había ocurrido que él estaría allí. Las horas volaron, llegaron las once de la noche y me tenía que ir. El profesor me llevó hasta la puerta y me dejó en el coche de papá. Lloré porque pensé que no lo iba a ver nunca, lloré mucho.
El tiempo pasó y el siempre fue mi maestro favorito. Le debo pilas y pilas de datos que estudié y me aprendí sólo para quedar bien en su clase. Pero cuando era joven el amor se me curaba rápido. El beisbolista me regaló una dosis de nuevas vivencias que rápidamente colocaron al profesor en algún rincón de la memoria. El viernes pasado se celebró el día del maestro y por eso me acordé de él. La última vez que lo vi yo estaba regresando de una fiesta de la universidad, eran cerca de las diez de la mañana y aún traía algunas cervezas encima. Chonita y yo veníamos haciendo la rigurosa relatoría de la noche y estábamos planeando qué desayunar. Ya no traemos dinero, pensé. Cuando lleguemos a mi casa preparamos algo. Pasamos frente a un restaurante y nos dieron más ganas de comer. Como siempre he sido muy tonta, le dije: quién fuera uno de esos que tienen dinero para desayunar ahorita y no se lo gastaron en cervezas, me quedaré viendo fijamente a sus platos nada más para que se sientan mal. Y Chonita se moría de risa, qué buenas épocas cuando las desveladas no nos hacían nada. Pero no pude ver el plato de nadie porque al otro lado de la ventana estaban sus ojos tratando de reconocerme. Me dio vergüenza y corrí unos metros hasta que el rastro verde de su mirada no pudo alcanzarme. Chonita corrió tras de mi y cuando pude respirar de nuevo le conté la misma historia que hoy les platico. Ya no tenía el valor de años atrás y no pude saludarlo desde el otro lado del cristal. Qué bueno que a los trece pensaba que el mundo se me iba a acabar al otro día y le dije en esa carta que le agradecía hasta el infinito que me hubiera enseñado poesía y gramática, que me hubiera preparado para el concurso de oratoria que gané en la primera ronda, que me hubiera consolado cuando perdí la segunda etapa, que me hiciera sonreír lunes, miércoles y viernes de 9 a 9.45.
Donde quiera que esté profesor Gilberto, le digo, parafraseando al Neruda que usted me presentó, que ya no lo quiero, es cierto. Pero cuánto lo quise. Cómo no haber amado sus verdes ojos fijos.
El maestro de Español tenía una paciencia infinita, los ojos verdes, la piel morena y la cara delgadísima igual que el cuerpo. Su sonrisa era una línea muy fina, como un horizonte entre la nariz y la barbilla. No era guapo, y sin embargo, yo me enamoré de él gracias a un complot entre su voz y Pablo Neruda. Recuerdo el momento exacto. Yo estaba haciendo círculos en mi cuaderno, de esos que se convierten en caras y luego les salen patas, brazos y antenas. El tema de estudio para ese día era poesía. Pese a que a mí me gustaba pensar que creaba literatura, estaba apática… ni modo, la adolescencia y sus misterios. “Puedo escribir los versos más tristes esta noche” comenzó a recitar el profesor Mejía. En ese momento mis ojos se estamparon en su cara y no dejé de verlo ni ese día ni los siguientes meses del año escolar.
Con mi felicidad infinita recién estrenada, me dediqué a pregonar mi amor por el profesor entre mis amigas, ellas, con sus caras llenas de sonrisas cómplices, me seguían el juego y me ayudaban a imaginar que yo tenía diez años más y lo conocía en algún otro escenario, siempre la historia era emocionante y llena de romance. Cuando el profesor estaba cerca estallábamos en carcajadas y nos dedicábamos a murmurar. Por supuesto que se dio cuenta que la niña más bajita del Tercero “C” lo amaba como nunca había a amado a ningún otro. Bueno, quizá como a Michael J. Fox, un poquito, pero más real. El último día de clases le escribí una carta como de dos páginas en la que le explicaba que él era lo mejor que me había pasado en la vida (hoy me enternece el drama que le imprimía a las palabras nunca y vida a los trece, tenía tanto por aprender).
Para la fiesta de fin de cursos me puse un vestido rosa pálido y mi madrastra me saboteó el peinado. Así que no me veía como quería. Al final no me importó. Estuve bailando toda la noche con el chico más raro del grupo (si, ese de lentes de fondo de botella, el que dice chistes malos, con el pelo extraño) que además era uno de mis mejores amigos y muy divertido. Después de un vals al que le imprimimos pasos de polka el profesor Mejía me invitó a bailar algunas canciones. Ahora que lo pienso suena tonto, pero no se me había ocurrido que él estaría allí. Las horas volaron, llegaron las once de la noche y me tenía que ir. El profesor me llevó hasta la puerta y me dejó en el coche de papá. Lloré porque pensé que no lo iba a ver nunca, lloré mucho.
El tiempo pasó y el siempre fue mi maestro favorito. Le debo pilas y pilas de datos que estudié y me aprendí sólo para quedar bien en su clase. Pero cuando era joven el amor se me curaba rápido. El beisbolista me regaló una dosis de nuevas vivencias que rápidamente colocaron al profesor en algún rincón de la memoria. El viernes pasado se celebró el día del maestro y por eso me acordé de él. La última vez que lo vi yo estaba regresando de una fiesta de la universidad, eran cerca de las diez de la mañana y aún traía algunas cervezas encima. Chonita y yo veníamos haciendo la rigurosa relatoría de la noche y estábamos planeando qué desayunar. Ya no traemos dinero, pensé. Cuando lleguemos a mi casa preparamos algo. Pasamos frente a un restaurante y nos dieron más ganas de comer. Como siempre he sido muy tonta, le dije: quién fuera uno de esos que tienen dinero para desayunar ahorita y no se lo gastaron en cervezas, me quedaré viendo fijamente a sus platos nada más para que se sientan mal. Y Chonita se moría de risa, qué buenas épocas cuando las desveladas no nos hacían nada. Pero no pude ver el plato de nadie porque al otro lado de la ventana estaban sus ojos tratando de reconocerme. Me dio vergüenza y corrí unos metros hasta que el rastro verde de su mirada no pudo alcanzarme. Chonita corrió tras de mi y cuando pude respirar de nuevo le conté la misma historia que hoy les platico. Ya no tenía el valor de años atrás y no pude saludarlo desde el otro lado del cristal. Qué bueno que a los trece pensaba que el mundo se me iba a acabar al otro día y le dije en esa carta que le agradecía hasta el infinito que me hubiera enseñado poesía y gramática, que me hubiera preparado para el concurso de oratoria que gané en la primera ronda, que me hubiera consolado cuando perdí la segunda etapa, que me hiciera sonreír lunes, miércoles y viernes de 9 a 9.45.
Donde quiera que esté profesor Gilberto, le digo, parafraseando al Neruda que usted me presentó, que ya no lo quiero, es cierto. Pero cuánto lo quise. Cómo no haber amado sus verdes ojos fijos.